sábado, 1 de marzo de 2008

APRENDER A MIRAR LA REALIDAD DE NUESTRO MUNDO (V)

A continuación reproducimos tres números (49, 66 y 76) del documento "Renovar nuestras comunidades cristianas" CARTA PASTORAL DE LOS OBISPOS DE PAMPLONA Y TUDELA,
BILBAO, SAN SEBASTIÁN Y VITORIA (2005). En un momento en el que la parroquia realiza el "Cursillo Parroquia renovada para fortalecer y trasmitir la fe", la reflexión que hacen estos obispos pueden ser motivadora para nuestro trabajo.


Una espiritualidad de la sanación, no de la condena
49. Podría parecer que «la cultura de la satisfacción» no admite heridos. Son, sin embargo muy numerosos. Muchos porque, para vergüenza del Primer Mundo, no llegan, en el Tercer Mundo, ni siquiera al nivel de satisfacción de sus necesidades y deseos más elementales. Otros muchos porque viven «las miserias de la abundancia» (Mounier) y ésta no es capaz de cubrir todos los flancos de la existencia humana: la enfermedad, la muerte, el desamor de aquellos a los que amamos, la angustia por los hijos que se tuercen, la zozobra de los inmigrantes por su suerte incierta y azarosa, el dolor de las víctimas, la prisión de seres queridos. Los humanos no somos en realidad esos seres satisfechos, capaces de resolver todos nuestros problemas. En nuestra más profunda verdad somos más precarios y desvalidos de lo que parecemos y aparentamos. Para los psicólogos somos seres fundamentalmente carentes; de tal carencia nace el deseo humano. Para los teólogos la precariedad inherente a la condición humana es signo de la contingencia de toda criatura.

Una humanidad así necesita más compasión que condena. Jesús dice a Nicodemo: «Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo por medio de él».[1] Hoy el ejercicio de la misericordia no es ni menos importante ni menos necesario que en tiempos de mayor miseria material. Algunas dolencias han desaparecido o se han mitigado para una parte de la humanidad, no para todos. Pero han aparecido nuevas dolencias. Somos una comunidad de heridos. La Iglesia ha recibido el encargo de prolongar en la historia la misión de Jesús, el Buen Samaritano. «Sus heridas nos han curado».[2] Los cristianos participamos al mismo tiempo de las heridas de los humanos y de la misión sanante de Jesús. También nosotros podemos sanar, incluso a través de nuestras propias heridas. Seamos más compasivos que críticos. Seamos más misericordiosos que censores. Seamos humildes para confesar nuestros pecados[3] y para acoger a los pecadores.[4]

[1] Jn 3,17
[2] 1 Pe 2, 24
[3] St 5, 16
[4] Lc 19, 1-1


Con los pobres al fondo
66. El mundo moderno se desentiende en gran medida de los pobres. La Iglesia no puede caer en este tremendo olvido. Nuestra misión evangelizadora nos empuja a despertar y alimentar una saludable «mala conciencia» en la sociedad y en las mismas comunidades cristianas.

El Sínodo de 1974 afirmó que «la acción a favor de la justicia no es solamente causa de credibilidad de la Iglesia sino parte integrante de la evangelización». «Sin solidaridad de la Iglesia con los que sufren, sean los que sean, el Evangelio resulta tan incomprensible como increíble» (E. Schillebeeckx). Tendríamos que mutilar severamente el Evangelio para «purificarlo» de su debilidad para con los pobres de toda condición.[1]

Por eso la acción sociocaritativa de la Iglesia constituye, junto con el servicio a la Palabra y a la celebración de la Eucaristía uno de los tres grandes capítulos de la acción de la Iglesia. «El anuncio del Evangelio es la primera forma de la caridad. Pero... sin el testimonio de la caridad... corre el peligro de ser incomprendido o de quedarse en el mar de palabras al que la actual sociedad de la comunicación nos somete cada día».[2] En la Iglesia los pobres han de ser tratados como auténticos iguales. Hemos de ir transformándonos cada vez más en esa comunidad en la que los marginados y olvidados de la sociedad civil vean reconocida su dignidad de hijos de Dios y miembros del Cuerpo de Cristo. De nuestra dedicación a ellos depende en gran medida la renovación de la Iglesia. Porque no son sólo destinatarios de nuestro servicio. Son también intermediarios de la salvación de Dios.
[1] Mt 5, 1; Mc 1, 40-42; Lc 7, 11-17; Jn 5, 1-9
[2] Conferencia Episcopal Española, La caridad de Cristo nos apremia, n. 1.


La acción caritativa y social
76. Existe un vínculo indisoluble entre la celebración y el servicio, puesto que el Dios Salvador que viene a nosotros en Jesucristo se ha identificado él mismo con los pobres y pequeños.[1] El reto de las comunidades consiste en no separar la oración y la caridad; la meditación del Evangelio y la participación en las causas humanizadoras; la práctica sacramental y el servicio a los pobres.

La sociedad de nuestro tiempo tiene muchos medios para «neutralizar» la Palabra de Dios e incluso amordazarla cuando le moleste. Es más vulnerable al testimonio humilde, constante, comprometido, de la caridad practicada especialmente con los excluidos. «Sólo el amor es digno de fe» (Von Balthasar). Practicarlo con los últimos es una manera de decir «Dios» en este mundo.

Si la motivación primaria de la acción caritativa de la Iglesia es teológica (Dios se ha identificado en Jesús con los más pobres) será preciso que nuestras Cáritas y tantas otras obras de cuño social llevadas por los religiosos, cuiden la identidad y la motivación cristiana de todos sus responsables y colaboradores. Estas obras no deben ser preferentemente el espacio de los que, sintiéndose débiles en su fe, quieren hacer algo por los demás. Dedicarse a la acción caritativa tiene el mismo rango eclesial que servir a la Palabra o promover la dignidad de la Celebración. En consecuencia, el motivo primario ha de ser teologal. Y la formación cristiana, exigente.
[1] Mt 25, 31-46


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