jueves, 1 de mayo de 2008

Ha llegado “la hora” de la Iglesia: ¡hambre en el mundo!



Casi sin espacio en la vorágine de noticias financieras y políticas, nos llega incontenible la voz de alarma de que en varias regiones de la tierra, desde la India a Egipto, desde Méjico a Brasil, de norte a sur de África, hay un problema de escasez de alimentos más grave que nunca, ¡si cabe esta comparación! O sea, que la gente está pasando hambre y que los alimentos cotidianos, desde la leche a los cereales, escasean en muchos mercados del Sur.
Quizá por las sequías, quizá por los biocombustibles, quizá por la escasez de dinero y sus intereses, quizá por la merma en la Ayuda Oficial al Desarrollo, quizá, ¡sin duda!, porque en caso de crisis los más débiles lo pasan peor. Está claro para quien lo quiera entender. (No me dejo la ineficiencia propia de países y autoridades del lugar, ¡vale!). Dicen que en Haití hay fábricas de galletas que mezclan barro, con margarina y azúcar, y que la gente las come; si no hay más, la gente las come. Y claro, ¿quién va a proponer en nuestro mundo desarrollado, y en el modo como vamos a abordar la crisis económica, que empecemos por el problema del hambre de esa gente? Entre nosotros, por el contrario, todo el mundo espera una salida pronta y con costes reducidos para nuestro modo de vida. El problema es si nos llega para ir de vacaciones o, lo que es más grave, para pagar la vivienda, o aún peor, para alimentarnos bien. Yo lo entiendo, no me hago el bueno. Pero sí digo una cosa. ¡No sé cómo los pobres y los débiles nos respetan tanto! Tal vez porque son tan débiles que ni pueden presionar y condicionarnos con sus necesidades extremas. ¿Quién podrá y deberá hablar? Creo que a las Iglesias, y a los colectivos solidarios de todo signo, les correspondería desnudar nuestro mundo y mostrar sus vergüenzas económicas más inhumanas. La ONU misma está diciendo “cosas” muy claras. ¿Dónde están esas voces y esos testimonios institucionales verdaderamente chocantes? ¿Quién atenderá sólo a las palabras, por otro lado, bien dichas a menudo? ¿Y no hay un discurso tan concentrado en que “sin Dios todo está perdido”, que apenas roza el “sin las personas en situaciones de extrema necesidad, tan injustamente además, Dios mismo está perdido”? No voy a ser convencional comparando todo esto con otras campañas “por la vida”, como si tuvieran que ser “caminos alternativos”. El cristianismo tiene que reaccionar. Creo de verdad que en la Iglesia Católica, a la que pertenezco, hay “maestros” que hablan muy bien y “gente de a pie” que se empeña de todo corazón por la caridad y hasta la justicia. Pero no hay armonía entre estos dos coros y nos falta un liderazgo espiritual que trastoque los signos cristianos en signos interpelantes para el mundo, en signos que desazonen a los poderosos y acomodados, en signos de los tiempos, porque en ellos se verifica con realismo el ya sí del Reinado de Dios, por más que todavía no en plenitud. Estoy convencido de que hay que ser socialmente más duros. Denunciar e interpelar con signos más rotundos como Iglesia de Jesucristo. La palabra de la fe tiene que chocar mucho más con el mundo y al mundo; tiene que ser mucho más incómoda con nosotros mismos, la gente de la Iglesia, y traducirse en renuncias económicas y sociales bien visibles. Yo sé que estas palabras, son eso, palabras. Vuelvo a lo del liderazgo espiritual en la Iglesia y en el Mundo. Hay un vacío muy grande. Benedicto XVI lo intenta y dice cosas importantes. Pero faltan signos inequívocos, signos sacramentales, que expresen y realicen que la vida pisoteada en todas sus formas, la vida de los más débiles, es el quicio de todas las apuestas religiosas, morales y sociales del cristianismo. Con sentido común y ritmo histórico, sí, lo debemos saber, pero con claros signos de que la comunidad de la fe, la gran Comunidad de la Fe en Jesucristo, arriesga efectivamente un compromiso samaritano mucho más incisivo y visible. El cristianismo que se acercó al mundo en actitud de diálogo entre iguales, ha dado con sus límites, y sabe que tiene que corregir cosas, aunque a veces no sepa bien cuáles; y el cristianismo que ha percibido algunos límites de ese diálogo, tiene que dar con sus propios límites y reconocer que el mundo se lo está comiendo vivo: o sencillamente lo ignora, o si lo aprecia, es para ofrecerle un trabajo de empaste moral en las sociedades del pluralismo desbocado, pero ¡en los límites sociales y económicos que el sistema está dispuesto a digerir! Ni una palabra que escueza, ni un gesto que cuestione gravemente; todo es leve y suave, benigno y amistoso, como si nos reconociéramos no sólo en el mismo barco, sino en la misma primera clase. Es la hora de los signos o hechos cristianos más interpelantes, con mayor significado político, más incómodos para la organización eclesial, y para los colectivos solidarios; es la hora, ¡lo es más que otras veces!, para el liderazgo religioso y moral más exigente en todos los sentidos de la vida humana; lo es arriba, abajo y en medio, lo es claramente como actitud religiosa y moral. No sé ir más allá en unas pocas líneas, pero es la hora de amar mucho a quienes tienen responsabilidades en la Iglesia, pero para exigirles más que nunca desde el Evangelio y las Víctimas del mundo. Se acabó la exclusiva del discurso religioso pío y de la moral individual; hay que sumarles la carne de las personas y de las situaciones más inhumanas, comprenderlas en sus relaciones sociales, y validar esto sacramentalmente con signos sociales y públicos de empeño real por otro mundo mejor. De no intentarlo, rotundamente, ¡con más de un escándalo para el mundo de las finanzas, la milicia, los grupos acomodados y la política!, por ejemplo, nuestra religión renuncia a la Encarnación y a la Verdad de la Caridad. Si alguien puede ir más allá, que empuje. Ha llegado “la hora”, “porque tuve hambre, y me disteis de comer”.
José Ignacio Calleja Sáenz de Navarrete
Profesor de Moral Social Cristiana Vitoria-Gasteiz

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